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Los libros secuestrados como si fueran propiedad de los bárbaros. Descendiendo del hombre montado, la estatua de cuatro patas. Ponciano considerado un dios, temían la cultura que adquiría en los libros, imaginando la potencia que da la lectura y sobrestimaban la actividad de hablar en público y echar discursos.  El político que pasaba tenía éxito, si en su acervo traía variados adjetivos escuchado con atención y luego aplaudido. Hubo políticos que citaban a Homero en la plaza en presencia de los campesinos, en la otra plaza del otro pueblo citaban a Virgilio. Ocurría que en una correría no solo traspasaba las carreteras de  su región sino que recorrían la literatura griega y romana. A alguien que es atraído con esos autores no es un incauto espectador, concluyó Hebert sentado en el corredor de la casa de Alegrías. A Hebert le gustaban los discursos floridos, las formas verbales elegantes, pero a una inmensa mayoría no atraían los políticos ni la literatura. Lo malo de estos políticos fue que se convirtieron en estatuas y  compraban a los periodistas con el objeto de que en los periódicos agregaran a su mal olor un olor a santidad. En esta fetidez hizo escuela el uso de los adjetivos. Un buen discurso en la plaza pública necesitaba estas palabras: imperial acre desafiante perdigones felino mesiánico gruñón seco. Resultaba un bello discurso sin olvidar algunas otras expresiones como: profético parábola taciturno salmo majestuoso místico. Conquistaba otro escalón de la belleza al citar a: Cayo Suetonio Petronio Octavio Augusto Mecenas. Si mezclaba estas palabras con una voz altisonante y quejosa, quedaba un discurso greco quimbaya.   

Los que reafirmaban la soledad ante las estatuas también mostraban señales de una raza inferior. En ese estado de desarraigo espiritual tocaba esperar la otra vida. La herencia un asco generalizado, el desprecio a la mano que acaricia, desoír la voz que cura e ignorar la mirada tranquila. El asco defendiendo la insularidad, la tranquilidad de los mayores,  que no conocían la muerte, la enfermedad, mientras la ciudad abría las ventanas de un hospital sin médicos y sin drogas. Ponciano y Hebert en la montaña Alegrías, reafirman que los métodos de educación y reclutamiento siguen vigentes, con cambios leves que corresponden a alguna liberación de las costumbres. Todavía prefieren poner la mano en la estatua de yeso que apretar la mano del vecino. El día que una mano cayó en la cabeza del penitente por efecto del debilitamiento de los materiales, con sorpresa encaró a la estatua y pidió moderación en las alturas.    

De ahí vienen las ojeras y las pesadillas.

El hierro y la homofobia.

La competencia moralista  no llegaría lejos, si era el alcohol el vicio socialmente aceptado, una vergüenza; el robo inmediatamente castigado con cárcel, la estafa igualmente, el homosexualismo con sanción moral y nunca sería incluido en la sociedad. Si tenía algún dinero y de un momento a otro caía en la insolvencia sería rechazado. El ocio era practicado por personas que nunca habían trabajado y los campesinos  no podían abandonar el puesto de trabajo, siendo conducidos a la cárcel cuando permanecían en la ciudad una semana. Estos recuerdos anegaban la mente de Ponciano al comprender que toda empresa moral,  produce muertos pero no la verdad. Salí del Valle hace bastante tiempo, dice. Había terminado la colonización que se extiende por tiempos inmemoriales,  un pasado atacando el presente, olas retardatarias montadas en la onda de la tecnología. La colonización trajo toda esta resaca moral y aún genera orgullo en los incautos habitantes y hacen calles en ese honor y construyen monumentos con personajes sonámbulos y bueyes gordos, representando fuerzas con la finalidad de domesticar la voluntad del hombre, que todavía con la cabeza gacha y el hombro inclinado sufren la dominación a través las imágenes. No importa en cual siglo estemos, en el veintiún o en el diez y nueve, la colonización posee una pagina electrónica y sus lecciones morales fortalecen la retaguardia moral  de los amos.

Han regresado Poncino y Hebert. Augusto y Olga han desaparecido, el primero en la capital y la segunda en el Valle, su voz recoge este drama  al invocar el claroscuro de la realidad. No los reconocen, dicen al desgaire cuando Ponciano pregunta por José Pipino.  Si pretenden  hallarlo deben regresar al río, allí todavía estará lanzando un canto a la frescura, a las ramas que bordean la rivera y al agua que no regresa. Sin  embargo, la caverna está viva. El engranaje institucional ha procurado que los avances tecnológicos no destruyan la voz de los antepasados. Casas de Cultura y funcionarios con imágenes de  hachas y libros carcomidos sostienen el armazón de las prohibiciones. Estos recuerdos recientes  Hebert los trae a la memoria mientras busca a Pipino. Nadie recuerda su nombre, estará refundido en el remolino de algún río.

           

Las caras enhiestas, mordiendo los labios, insensibles al dolor ajeno repitieron la cantinela afirmando el dolor y la desavenencia.  El pacto fue la indiferencia. En ese tiempo el dolor existía en cada persona, no pensaron que el dolor existiera en la especie, de lo contrario se habrían puesto de acuerdo a fin de tumbar el régimen, entonces el mal era guardado celosamente  con orgullo en una cavidad escondida junto al corazón.  Es posible que el dolor existiera en el único y que  su presencia en los otros fuera una ficción. Solo existía uno y  de los demás nadie sabe, ni adonde van. Igual al tigre que solo ve la presa en una tarde de Calcuta. Si decimos que el dolor pasaba por el cuerpo de muchas personas, concluimos una  operación mental y si alguien señala el sentimiento de otros o su pensamiento, lanza una imaginación exclusivamente.

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