Ponciano aspiraba a convertirse en actor de cine, en la mesa del bar con cigarrillo en mano y hablando con la novia, no saludaba. Era un perfil extraordinario y el cabello negro que tanto gustaba a las amigas, ensortijaba la ilusión de un matrimonio.Ponciano frente a Hebert: no se dirigían la palabra, no estaba en el mismo sitio y había una pared enfrente. Hebert invisible. En mayo las chicharras, insectos fastidiosos, colgados de los transformadores de la luz. Patas largas, concha dura, grasa, Hebert corrió cuando una de ellas agarró su pantalón. Visible para las chicharras. Los hombres prolongaron la hora del ocio y Hebert no olvidara la risa del adulto. Hebert no dejo de pensar en la chicharras y sus patas horrendas, el mes de mayo no lo esperaba, siempre recordaría a los hombres que unidos esperaron sus lágrimas y la solicitud de quitar el coleóptero de su ropa. Ponciano no pensaba en las chicharras, tenía al frente una vida feliz, en esa época la felicidad, una mujer y una copa. Pudo cumplir el objetivo en diversas oportunidades, al tener mujer y copa, sin embargo Hebert no pudo vencer las chicharras, cada mes anudaban sus patas en los alambres, en los transformadores de la luz, en las puertas. No pudo ser feliz al haber siempre una chicharra en su vida, cuando pasaba mayo venían otros insectos, unos de ellos siempre le rompía los zapatos que eran de tela, ese mes era frecuente y muchos meses del año pasaban con el zapato roto y su madre tenia un remedio ocasional, la aguja, el dedal; ella tuvo la paciencia de luchar contra el zapato roto, pero no lo derroto, hasta que el tiempo les hizo pensar en otros problemas. Llegaron insectos más grandes y corpulentos. Pensamos en Gregorio Samsa. Hebert logró fabricar esa idea de que la mujer era un insecto y el amor de una mujer desalojó esa creencia de la cabeza, pero no el miedo a las chicharras.
A las mujeres les gustaban los hombres de espesa barba y un pecho oscuro. Esa era la protección, el oso lleno de pelos negros, protegiendo la piel rosada y blanca. Ese hombre en una esquina y una señora joven vestida hasta el tobillo, camina junto a un niño. El extraño lanza el piropo: ¡que piernas¡ El niño sabe que anda al lado de una mujer hermosa. Ella hace de pared a fin de tapar el mundo de la calle, pero es imposible, aparecían los caballos temidos que con sus patadas rompían la cara o las piernas. Ponciano y Hebert comprobaron en esta visita que todavía transitaban en las calles esas mujeres hermosas con los niños y los caballos amarrados en las puertas o en los zaguanes lanzaban la cola tratando de evitar la nube de moscas rodeando las abundantes deposiciones. Calles solitarias llenas de puerta silenciosas y una u otra señora asomada a la misma ventana con la misma pose de hace treinta años, siempre mirando de lado y en un constante asombro ante lo extraño. Hallarían los mismos hombres con treinta o cuarenta años agregados a la vida y con las arrugas tupidas y profundas, pero llenos de iguales sentimientos totalitarios.
Los automóviles mareaban a los pasajeros, esos carros inmensos movían el cielo, si uno estaba dentro de ellos. Esos carros con grandes plataformas e inmensas llantas, manejados por hombres de mundo y de ninguna manera encubridores de la moral, sino que entre viajes y viajes traían las costumbres de otras latitudes. Fueron ellos quienes trajeron el primer surtido de prostitutas y para lograr el cometido debieron hacer acarreos de ellas en bolsas de fique, igual a empacar un bulto de naranjas. Llegaron así, con ese ropaje extraño y fueron bajadas en un sitio en donde se establecería un territorio libre de la moral y para comodidad le dirían el nombre pomposo y libertario de zona de tolerancia. Zona existente en todas las culturas, pero que aquí en el Valle debían ser hecha a contrabando y de espaldas al régimen moral. La dificultad para hallar las prostitutas generó en los hombres un resabio llamado homosexualismo, fenómeno que unido a la experiencia del comercio dio a esta región una fama entre los habitantes de la región. Los hombres al no hallar mujeres disponibles para una ocasión pasajera en el Valle, salieron al exterior tratando de hallarlas y se quedaron vendiendo mercancía al por menos en las grandes ciudades. El moralismo y el hambre dio la paciencia para distribuir mercancías de puerta a puerta y en las ciudades encontraron gran numero de empleados con sueldo y pudieron recorrer avenidas y calles a pié varias veces al día o a la semana. Sin embargo el Valle quedó con pocos habitantes y los forasteros no pasaban la noche en el valle, al anochecer en esos mismos carros se embarcaban con sus pertenencias, temían permanecer en las calles llenas de insectos y chicharras y mujeres de mal genio.